Abogado
A principios de los años noventa del siglo pasado, en las facultades de derecho se consideraba que el buen penalista, era aquel que abogaba por un Código Penal exiguo, cuanto más reducido mejor, donde sólo constituyesen delito las acciones más graves, relegando el resto para otras jurisdicciones. El ius puniendi se entendía como la máxima expresión de poder de un Estado y, por ende, sólo debía utilizarse como última ratio.
En realidad, el buen penalista amaba el derecho penal, pero no deseaba aplicarlo. Su ideología quedaba al margen y aspiraba a una política criminal basada en el principio de mínima intervención.
Esta opinión generalizada, y políticamente correcta, era la respuesta a las dictaduras del siglo XX, pero también venía influenciada por la filosofía pacifista de Albert Camus, inspiradora de grandes penalistas como Roxin, padre del derecho penal moderno.
Sin embargo, con el tiempo, el legislador – del color que fuese – se sintió acorralado por una sociedad cada vez más exigente con la seguridad, y se vio abocado a tipificar como delitos otros hechos que hasta entonces constituían ilícitos civiles.
También tuvo el legislador (político, al fin y al cabo) que establecer como delitos específicos algunas acciones ya recogidas en algún tipo penal, pero necesitadas de una especial narrativa, en aras a un teórico fin de prevención general.
De esta forma, se concibieron – por ejemplo – los delitos societarios, para justificar una política de protección frente a los desmanes de la corrupción, aunque dichos delitos fueron derogados más tarde por su difícil aplicación práctica, más allá de la administración desleal.
Posteriormente advinieron los delitos acuñados con denominaciones anglosajonas, tales como el mobbing, el bullying, el sexting, el stalking, el child grooming o el phishing, que en realidad son variaciones de las coacciones, el delito contra la integridad moral o la estafa. Este sistema de creación de delitos ad hoc se llegó a tildar – no sin razón – de “tipificación a golpe de noticia”.
Por otro lado, el uso y abuso de los conceptos jurídicos indeterminados ha convertido el Código Penal en un texto necesitado de numerosas interpretaciones sobre su contenido. Así, sólo a modo de ejemplo, en el delito leve contra la Propiedad Industrial se alude a “las características del culpable” o a la “reducida cuantía” sin que se ofrezca ninguna pista sobre cómo debe ser el culpable, o cuánta mercancía es necesaria para conformar el tipo.
Parece claro que el Código Penal se ha ido engrosando, en detrimento de una redacción precisa. El principio de legalidad, que rige el derecho penal, recogido en el brocardo nullum crimen, nulla poena sine lege, se tambalea cuando la ley no es clara y da lugar a diferentes interpretaciones. No hay que olvidar que el brocardo sigue diciendo sine lege… stricta et scripta.
Aunque no sólo la escasa calidad de su redacción afecta al código punitivo, sino que es el derecho penal, en su conjunto, quien se ha alejado de aquel principio de mínima intervención, que ha sido siempre un mandato dirigido al legislador, y que debe ser su faro para limitar el ius puniendi.
En definitiva, con este cambio de paradigma, también se ha modificado la concepción académica del buen penalista, quien ha dejado de ser aquel estudioso del derecho penal que abogaba por no sacar “el cañón” (en palabras de Gimbernat) si no era estrictamente necesario, para convertirse en un follower del Código Penal, y considerar el texto punitivo como el mejor sistema para prohibir, con la amenaza de un castigo, lo que en realidad ya estaba prohibido, a fin de señalarse él mismo como adalid del orden y de la justicia.
Tal actitud se ha considerado paradójicamente moderna, pero en realidad es un retroceso en una sociedad civilizada, donde la retribución penal debería relegarse casi en exclusiva frente a quien atente contra la vida y la integridad física o psíquica de las personas, o contra su libertad sexual, y para las acciones más graves contra el patrimonio, desplazando casi todo el resto de ilícitos a otras jurisdicciones.
Mientras tanto, imaginamos al buen penalista de antaño ciertamente desorientado.