¿Cómo fabricaremos los abogados del futuro cuando un robot realice su trabajo?

Eloísa Díaz-BastienPor Eloísa Díaz-Bastien

Abogada en Díaz-Bastien Abogados

En 1981, un despacho -que recién había osado iniciar su andadura como tal- recibía con los brazos neófitos y expeditos a un nuevo cliente: se trataba de un videoclub en Fuengirola, que tenía la particularidad de ser regentado por dos ciudadanos británicos que se dedicaban a importar VHS de Reino Unido para alquilarlos a los residentes extranjeros de la zona. Por aquel entonces, la idea de adquirir una cinta de vídeo – una suerte de alquiler súbito que sustituía el ir al cine – resultaba tan extraterrestre que las autoridades malagueñas la consideraron ilícita y, en consecuencia, acusaron a los dueños de un delito de contrabando.

Si Ross, el flamante “abogado robot” contratado en primicia por Baker & Hostetler hubiera existido entonces, habríamos podido preguntarle directamente, y en lenguaje natural, y nos habría respondido lo siguiente: era la Ley de Contrabando de 16 de julio de 1964 la que regía el caso. Y como Ross no sólo realiza búsquedas de legislación, jurisprudencia y doctrina, subrayando los pasajes que considera pertinentes, sino que también guarda la búsqueda y la actualiza, habríamos recibido una alerta el 13 de julio de 1982, fecha en que se aprobó la Ley Orgánica que modificó la legislación hasta entonces vigente en materia de contrabando. Construido sobre Watson (el niño bonito de IBM), Ross no sólo busca y encuentra cual sabueso jurídico, sino que también redacta borradores de demandas. Y es precisamente en este momento de la evolución de la inteligencia artificial cuando Bankia denuncia ante la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) al bufete Arriaga Asociados por inflar las costas procesales en los procesos que tienen contra ellos.

Realmente, los dos eventos no están correlacionados, ni directa ni indirectamente, sino que estratégicamente convenía al banco aliviar la presión que este despacho venía ejerciendo sobre ellos al haberse erigido en azote de las preferentes. Pero a la par, el banco -en su argumentación- hace colación a un asunto que sí tiene que ver con Ross: se argumenta en la demanda que Arriaga Asociados sistemáticamente requería en costas el tope permitido dentro del baremo propugnado por el ICAM, cuando las demandas de las preferentes respondían a la máxima de “hecha una, hechas todas”, y no laxa, sino inexorablemente. Se les achaca el convertir la parte de la profesión de abogado que implica la redacción de la demanda en un “copia y pega” de formularios. Formularios que podría rellenar y – de tener mejor suerte que nosotros con Lexnet – presentar Ross.

La inteligencia artificial avanza impertérrita e inmutable como los hunos por la estepa. Desde Siri, que incluso toma el pelo al usuario, pasando por aplicaciones de situación geográfica, las sugerencias que ofrecen Google y Amazon en sus búsquedas, los diagnósticos médicos… hasta Jill Watson, una profesora adjunta que contesta a las preguntas de los alumnos por e-mail y participa en foros (irónicamente, los alumnos descubrieron el pastel porque sospecharon de lo rápido de sus respuestas; esto quizás dice más del estado de nuestro sistema educativo que de la proeza del robot Jill).

Pronto los robots jurídicos no sólo se limitarán a lo que hacen ahora. Ya muchos despachos en Estados Unidos cuentan con diversas formas – más o menos rupestres – de inteligencia artificial para el estudio y análisis de las cantidades ingentes de documentos que transitan por vía del discovery. Los algoritmos recién salidos del horno de Silicon Valley se dedican, además, a analizar si un juez tiene experiencia en un determinado campo (volviendo al ejemplo anterior, para saber si hay que adjudicar una parte del discurso de la vista en explicar qué es un credit default swap, o si el juez está familiarizado con el tema por un anterior asunto que ha dirimido) o si ese mismo juez tiende a favorecer una postura concreta (si es valedor de las pequeñas empresas o de los grandes bancos, si es reacio a otorgar una custodia compartida, etc.); incluso,  estiman los tiempos que puede llevar un pleito en un particular juzgado. Todo este conocimiento –sacudirán la cabeza los lectores– puede por supuesto obtenerse a través del estudio sistemático de la jurisprudencia, a través de la práctica en los juzgados, a través de la experiencia de años y años de ejercicio de la profesión o de contratar a Ross y conectarlo a la corriente.

En 1997, Deep Blue (también de IBM) se convirtió en la primera máquina en ganar a un campeón del mundo de ajedrez. El despechado Garry Kasparov continúa afirmando que había humanos detrás, que tal creatividad no habría sido nunca posible de una inteligencia artificial. Para nuestra tranquilidad (dicen que un escritor es una parte ego, dos partes inseguridad; creo que esa receta vale para más de una profesión), y a pesar de que en 2011 Watson ganó a la leyenda del Jeopardy Ken Jennings y que -en marzo de este año- DeepMind batió a un humano al Go (un juego de tablero chino), el rendimiento de la inteligencia artificial, a día de hoy, no debe inquietarnos. Hay muchas facetas en que el humano es (aún) superior: la traducción, los juegos de cartas, la generación de conversación, los dobles sentidos y el aprender a aprender (el robot sabe lo que le enseñas, y aprende a recabar información, pero no dilucida nuevas maneras de aprender).

Y eso es, quizás, lo que es en realidad ser abogado. No me refiero con ello a las horas dilapidadas jugando al mus en la cafetería de la facultad. Ni al copia y pega de demandas, porque estoy segura de que con ellas Ross hará un trabajo impecable. Como también sé, sin lugar a dudas, que los abogados mediocres serán inminentemente sustituidos por máquinas que harán lo mismo en menos tiempo y por menos coste “overhead” (gastos estructurales que asume una empresa para su funcionamiento básico; en este caso, todos los despachos conocen del tiempo que hay que invertir en búsquedas varias, y que podría ser delegado a una máquina). Me refiero a la abogacía en estado puro, al ejercicio constante de la imaginación en busca de soluciones que aún están por ocurrírsele a alguien.

Porque desde la distancia nos puede parecer anecdótico que en 1981 resultara extraño un videoclub. Pero a día de hoy nos encontramos debatiendo sobre la existencia o no de un contrato de operación de futuros, como si fuera algo insólito, enigmático y sibilino, cuando los primeros contratos de este tipo se celebraron en 1730 (!). Y es sólo el hecho de que los dueños de aquel videoclub toparan con un despacho que pensaba y piensa “outside the box” lo que los salvó primero, de severas penas, y segundo, de la extinción.

Desde luego, la inteligencia artificial es una herramienta espectacular, ante la que debemos reaccionar poniéndonos las pilas y perfeccionándonos, también los abogados. Una de las primeras cuestiones que tendremos que dilucidar, considero, será el transformar la preparación jurídica que reciben los estudiantes en las facultades de derecho para que ésta esté debidamente adaptada, tanto a la demanda como a las necesidades de los abogados del futuro. Hasta ahora, un junior se convertía en un senior a través de interminables horas de arar a través de la jurisprudencia y redactando contratos hasta la saciedad. ¿Cómo fabricaremos abogados senior cuando Ross realice ese trabajo?

Un día, llegará el reinado de los robots. Y entonces, llegará el momento en que servidora deberá pedirles perdón por este artículo, y por todo tipo de elucubraciones que habré hecho hasta entonces. Pero en el mientras tanto, desde el despacho: órdago.