En la universidad pública trabajé con un viejo cátedratico, que me decía que me apreciaba mucho… pero luego hizo titular a su ayudante, como mandan los cánones. Este hombre, que ya estaba desengañado de la vida, seguía la consigna de otro catedrático, también harto de todo, y preconizaba la falta de dureza a la hora de corregir los exámenes con el argumento de que: “ya les suspenderá la vida”.
Como boutade, parida o chorrada, la frase está muy bien, pero cuando uno es un funcionario público, que cobra su salario, parece evidente que tiene una cierta responsabilidad con esa sociedad que le paga el salario, y que debe ejercer una criba de los futuros profesionales titulados.
¿O es que a alguien le gustaría que el médico que le atiende aprenda y experimente con sus enfermedades? ¿O que el abogado que supuestamente te defiende lo único que haga es acompañarte al juzgado, pues su ignorancia es supina…? ¿O que el puente por el que transitas haya sido construido con graves defectos estructurales por un ingeniero de caminos, canales y puertos más preocupado por las litronas de fin de semana que por aprender los rudimentos de su profesión?
Cuando somos ciudadanos, y todos lo somos, incluidos los funcionarios, fuera de sus horas de trabajo, queremos que se nos presten los mejores servicios, por profesionales cualificados, sean de carreras o de oficios, que todos son igual de dignos.
Y de la misma forma que cada vez es más difícil encontrar un albañil, un pintor o un fontanero que sea una persona competente, lo mismo sucede con personas que han conseguido terminar una carrera, sabe Dios como, que cometen innumerables faltas de ortografía en sus escritos, que no saben redactar correctamente, que no se expresan de forma inteligible, o que no tienen vocación, ninguna vocación, de servicio.
Profesores que han elegido la docencia “motivados” por los cuatro meses de vacaciones anuales, entre el verano, la navidad y la semana santa, o policías a los que no les gustaba trabajar, y por eso han querido ingresar en un cuerpo de seguridad.
Por supuesto siguen existiendo personas que hacen su trabajo vocacionalmente, y creo se notan enseguida, por el entusiasmo que ponen en lo que hacen, sus deseos de aprender más, de superarse… Y que paradójicamente suelen ser los peor vistos, tanto por sus compañeros –a los que hacen quedar mal-, como por sus superiores, pues muchas veces piensan que les hacen sombra y pueden terminar quitándoles el puesto…
Vivimos en un país donde no se valora el mérito, la capacidad personal, el trabajo, el esfuerzo, la dedicación. La mayoría de la gente elige su carrera o profesión en función de lo bien que piensa que va a vivir en esa canonjía, más que por una vocación personal y de servicio a la sociedad.
En resumen, y desde la docencia universitaria a la que he retornado: no podemos esperar a que les suspenda la vida, con las imprevisibles consecuencias para sus clientes, pacientes o usuarios. La sociedad espera que les suspendamos nosotros, si preciso fuere.
O, mejor dicho, como hacen en Argentina, con esa palabra que me resulta tan agradable, aplazarles, lo que significa que una persona no ha llegado al nivel mínimo que se exige, es decir el equivalente a nuestro suspenso.
No es nada reprobable. Significa simplemente que tienes que estudiar más. En cambio el reprobado, como su propio nombre sugiere, quiere decir que has respondido al examen con el folio en blanco, que has sido cogido copiando, en fin, que se te descalifica de una forma infamante.
Más aplazados y menos “ya les suspenderá la vida”, la sociedad quiere que cumplamos con nuestros deberes profesionales, como marca la tradición y exige el bien común.
Ramiro Grau Morancho
Abogado, profesor universitario de Derecho, académico correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.