Por Luis Miguel Trasancos Rodríguez
Conocíamos este viernes, tras la habitual reunión Consejo de Ministros en este día de la semana, una decisión no tan habitual en los últimos tiempos: la convocatoria de 7.416 plazas de funcionarios, de las cuales 3.834 son de promoción interna y que supone una tasa de reposición del 50%.
Como ya sabrán los lectores de este diario por su cercanía con el mundo del derecho, bien porque desempeñen un empleo como funcionario, o bien porque se hayan planteado prepararse para ello o tengan a alguien cercano sumido en esta preparación, en el modelo español el acceso a un puesto de la administración como funcionario de carrera requiere inexorablemente superar un procedimiento selectivo repleto de pruebas de conocimientos y aptitudes al que se conoce como concurso-oposición o, simplemente, oposición.
No cabe duda que el sistema de concurso-oposición que se utiliza por parte de nuestras Administraciones Públicas para proveerse de personal funcionarial de diversas categorías ha permitido que, por lo menos en los cuerpos superiores de la Administración, encontremos a gente de altísima capacidad y valía.
Este sistema de concurso-oposición, en líneas generales, consta de una secuencia de tests y pruebas de diversa índole, que varía en función del nivel de escala de la Administración que pretenda cubrirse así como de la naturaleza de la labor en cada caso, y que va destinado a verificar los conocimientos del candidato opositor. A priori puede parecer sensato, lógico e intuitivo que para poder desempeñar una labor se deban testar los conocimientos, ¿no? Pues la tendencia en el sector privado así como en las instituciones de la Unión Europea es, justamente, la opuesta.
Cualquier joven que recientemente haya concurrido a unas pruebas de selección en cualquier empresa multinacional o gran empresa del panorama nacional se habrá percatado que, independientemente de la materia que configure su profesión, no se le va a evaluar por la profundidad y amplitud de su saber si no por una serie de aptitudes y competencias que los empleadores consideran como claves. Son típicas, entre otras, las pruebas de razonamiento abstracto, que consisten en saber completar una serie gráfica a partir de unas pistas que la preceden en la secuencia; las pruebas de comprensión verbal, en las que el candidato deberá responder preguntas tras la lectura de un grupo de textos con cierto nivel técnico; las pruebas de cálculo numérico y las pruebas de nivel conocimiento de inglés.
Este sistema tan extendido en la empresa privada no abandona el conocimiento como criterio de selección sino que, simplemente, se utilizan datos exógenos para su verificación tales como el expediente académico o la posesión de títulos de máster, doctorado, etc. Dicho de otra manera, lo que se está haciendo es presuponer el conocimiento de la materia por los candidatos en base a documentos que prueban su formación y por tanto prefieren dedicar el esfuerzo del departamento de recursos humanos en evaluar todo aquello que un título universitario o un buen expediente no garantizan. Por el contrario, en el modelo de oposición, los títulos académicos únicamente son requisitos de acceso para presentarse al procedimiento o bien, en el mejor de los casos, puntúan como méritos mientras que las aptitudes no son ni tan sólo consideradas como un factor a tener en cuenta.
¿Qué sistema es mejor? La respuesta a tal cuestión se antoja, además de difícil, polémica. Decíamos antes que la Unión Europea, a través de la Oficina Europea de Selección de Personal (EPSO), se había decantado por el modelo de evaluación de competencias en detrimento del modelo de conocimientos en el año 2010. Del mismo modo que actualmente para prácticamente cualquier concurso-oposición para una administración española entrará como parte del temario la Constitución Española, la Ley 30/1992, o incluso preguntas sobre los Estatutos de Autonomía en el caso de que la Administración convocante sea una Comunidad Autónoma, desde la UE se hacían preguntas destinadas a evaluar el nivel de conocimiento de las Instituciones de la Unión. Las razones que dieron lugar a este cambio parece que se debieron a cuestiones de racionalización y armonización de los procedimientos de selección, pero también porque se vio que para todas las posiciones que se querían cubrir no era tan importante los conocimientos sobre las Instituciones sino unas aptitudes profesionales que permitieran al profesional desenvolverse con soltura y ganar autonomía de forma rápida y certera en su puesto laboral.
Otra manera de formular la pregunta sería ¿Queremos que las personas que conformen el cuerpo de la Administración sean los que mejor se sepan las Leyes (textos que hoy en día son de rápido acceso a través de la edición digital del BOE y además están en constante en cambio) o bien queremos que sean las personas más competentes? La pregunta quizás esté formulada de forma sesgada, pero si todo el sector privado en tromba e incluso la Unión Europea han decidido migrar al sistema de competencias, quizás sería hora de hacer un replanteamiento de qué modelo de oposiciones queremos tener.
El problema, en mi opinión, no es tanto si lo que se evalúa son competencias o conocimientos a la hora de escoger a los más preparados sino lo que implica que la evaluación sea de conocimientos: éstas son lentas y requieren una enorme inversión de tiempo, esfuerzo y sacrificio mientras que aquéllas son más rápidas en su preparación, más variadas y en definitiva más agradecidas.
En el modelo español, si hiciéramos un símil con las condiciones generales de un contrato, en que las partes son Administración y candidato, la esencia del mismo sería la siguiente: usted va a dedicar un número indeterminado de años de su vida, que como mínimo en el caso de una oposición del cuerpo superior van a ser tres años estudiando ocho horas al día durante seis días a la semana y cambio podrá usted optar, que no asegurar, una plaza sólo en el caso de que tenga usted la suerte de que la coyuntura económica sea favorable y se hayan convocado vacantes para eso año. No cabe duda de que cualquier Juzgado de lo Mercantil lo calificaría como leonino. Por tanto, uno no puede dejar de pensar en cuánto talento debe estar desperdiciando nuestra administración por la simple razón que los potenciales candidatos no estén dispuestos a aceptar unas condiciones infrahumanas, que constituyen cuasi una pena privativa de libertad de facto si es que se quiere tener éxito y todo ello aderezado con una inmensa dosis de incertidumbre.
Además, hacer las pruebas más amenas a la vez que se mantiene una actitud de imparcialidad en la corrección provocaría que mucha más gente concurriera a las mismas, gente muy válida e incluso con experiencia profesional en el sector privado a la vez que evitaríamos la proliferación de una suerte de sistema en el que ciertas familias se perpetúan generación tras generación en puestos funcionariales por el simple motivo que su descendencia se ve apoyada moral y económicamente a pasar por el trance de la oposición.
En definitiva, sería aconsejable fomentar un debate abierto y sereno intentando que aquellos que tuvieron que sacrificar buena parte de sus años juveniles no se dejen llevar por un sentimiento de despecho porque tengan la percepción de agravio comparativo respecto a las generaciones posteriores y que a la vez se garantice el pleno respeto a los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad tal y como dispone la Ley /2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público.