Por Carlos Lora
Vivir en un Estado de Derecho es, tal y como está el mundo, poco menos que un lujo. Países en los que tiranos amedrentan al pueblo de cuya voluntad se erigen como intérpretes máximos; países en los que los intereses de pocas personas se imponen coactivamente a todos sus “ciudadanos” –no creo, en verdad, que en esta situación se pueda hablar de tales-; países en los que la mayor parte de la población sufre escasez de, incluso, los víveres imprescindibles para supervivencia por el capricho de los burócratas de turno que hacen y deshacen con los recursos que debería pertenecer a aquélla a su antojo; países, en definitiva, en los que la violencia se impone a la libertad de las personas que viven en ellos, en su único y exclusivo detrimento, dan buena cuenta de lo que digo.
Sin embargo, en los últimos años cada vez tengo más dudas de que España sea, en verdad, lo que un intelecto medio puede entender como Estado de Derecho. Dejando aparte el hecho de la integración del poder político en las estructuras del Estado, llegando incluso a su total confusión con ellas, para utilizarlas en beneficio de quienes forman parte del sistema y perjudicando, en consecuencia, a la gran mayoría que únicamente es utilizada para sostenerlo, muchos han sido las situaciones que se han dado en los últimos tiempos que me permiten hacer la anterior afirmación.
Desde la no investigación que se hizo de los atentados del 11-M, utilizando una presunta aplicación del Derecho para tratar de dar apariencia jurídica a la denominada versión oficial de los hechos, demostrándose más tarde que lo concluido era falso, hasta la corrupción generalizada de todas las instituciones del Estado, Comunidades Autónomas, Corporaciones Locales, Corona, sindicatos y un largo etcétera de ellas, pasando por los privilegios de que goza una casta política, sindical e institucional que implica, entre otras muchas cosas, la desigualdad ante la Ley respecto de la que se hace al común de los mortales en un más que clarividente ejemplo de auto conservación son sólo algunos de ellos con los que la lista en modo alguno concluye; antes al contrario, no hace sino comenzar.
No obstante lo anterior, hay bajo mi punto de vista un dato de especial relevancia que permite delimitar la frágil línea que separa un auténtico régimen democrático, un verdadero Estado de Derecho del totalitarismo más atroz: la libertad de prensa. De este modo, cuando en un país, a pesar de la podredumbre que se gesta en sus entrañas y que se extiende de forma metastásica al conjunto de la sociedad que la sufre, seguimos estando ante un Estado democrático. Cierto es que éste estará lejos de ser perfecto –más bien, todo lo contrario: estará cerca, de continuar la senda emprendida, de acabar con la citada libertad- , pero aún habrá una pequeña luz que, a pesar de la negrura cada vez más densa que se forma a su alrededor, permitirá a sus ciudadanos mantener el sueño y la ilusión en llegar a vivir en una nación de ciudadanos libres e iguales ante la Ley.
Por el contrario, cuando se ataca la libertad de prensa, impidiendo que los periodistas informen y opinen, desde sus más profundas convicciones, pero siempre con sujeción a la verdad, claro está, por motivos puramente políticos, o se interviene en el mundo de la comunicación para tratar de consolidar los medios afines al sistema a la par que se acaba con aquéllos que se erigen en detractores del mismo, o, en fin, se ejerce presión desde el ente coaccionador por excelencia –que no es otro que el Estado- para que los medios de comunicación sean dirigidos por esta u otra persona, se está conculcando frontalmente el contenido esencial del derecho a la libertad de prensa, último rayo de esperanza de los que amamos la ya de por sí maltrecha libertad.
Desde luego, España no puede presumir de encontrarse en la primera de las situaciones. Más bien, en los últimos años se han llevado prácticas desde el poder político que han metido la directa en la segunda de las sendas descritas. Cuando, durante la segunda legislatura del gobierno de Rodríguez Zapatero se fomentó –y hasta se imploró- desde el Ejecutivo la duopolización del mercado de la comunicación, no se dio sino el pistoletazo de salida en tal rumbo. Con la absorción de la televisión del moribundo grupo PRISA por MEDIASET, a la sazón propiedad de Silvio Berlusconi, por un lado, y de los canales de MEDIAPRO, el neonato grupo que Jaume Roures puso al servicio del Partido Socialista, en un intento por mediatizar ya sin punto de conexión con la independencia informativa el programa que ZP se disponía a desarrollar durante sus años de mandato, por la Antena 3 de José Manuel Lara, conformando lo que hoy ha dado en denominarse ATRESMEDIA, se consiguió el primero de los objetivos propuestos: la formación de una suerte de cártel en el que coludían dos empresas con intereses, capital y estructura similares que permitían absorber la práctica totalidad del mercado de la publicidad. Si a este hecho se le añade que, paralelamente al descrito proceso, se suprimió la publicidad de Radio Televisión Española, dejando libre el correspondiente nicho de mercado para mayor lucro –y gloria- de los nuevos gigantes de la comunicación española, queda más que demostrado que la situación a que se ha conducido a la prensa española dista mucho de ser la ideal en un Estado democrático de Derecho.
Esta situación no se ha movido un ápice con el cambio de signo político en el Gobierno de España, en 2011. Por el contrario, la intervención política de los informativos de Televisión Española que ha llevado a cabo la nueva dirección del ente público, a las órdenes directas del Ministerio de la Presidencia, y su consecuente conversión en un panfleto más del sistema sólo ha contribuido a eliminar la posibilidad de que la libertad de prensa triunfara en España. Por otra parte, los pocos medios de comunicación que han osado –caramba, cómo tal- levantar la voz y tratar de hacer un periodismo diferente, desde luego ideológicamente marcado, pero en modo alguno servil del sistema, han sido reiteradamente machacados desde el poder. Ejemplo de lo que digo puede ser la situación actual del Grupo Intereconomía. Lejos de ser un grupo mediático imparcial –tengo la certeza que, desde luego, no pretende serlo-, ha sido uno de los principales escaparates del mundo liberal -y, en parte también, del vinculado al humanismo cristiano- ya desde los gobiernos socialistas de ZP.
El Partido Popular debió pensar, sin embargo, que con su victoria electoral en 2011 este grupo se volcaría con la acción del Gobierno de Mariano Rajoy, fuera lo que fuese que hiciera. No podía estar más errado: gustará o no gustará, se coincidirá con lo que se dice en los medios que lo integran o no, se podrá discrepar e, incluso, rebatir las posiciones que sostiene su línea editorial, pero desde luego no se podrá decir que haya sido el martillo mediático del Gobierno. Y así les ha ido: mientras no se duda un instante en subvencionar al Grupo PRISA desde el poder, se baja cada vez más el limbo, al estilo del tradicional juego, para que llegue un momento en el que Intereconomía no pueda continuar “jugando”.
Tres cuartas partes de lo mismo ha ocurrido con el diario El Mundo, hoy propiedad del grupo italiano RCS: en una labor de investigación sin parangón en la breve historia democrática de España, el periódico que durante poco más de veinticuatro años ha dirigido Pedro J. Ramírez ha prestado inconmensurables servicios al Estado de Derecho: de los GAL al 11-M, y ya más recientemente con los llamados caso Bárcenas o caso NOOS, El Mundo de Pedro J. ha demostrado que no le importaba quien gobernara, sino que por encima de eso estaban la libertad y la verdad. Conclusión: Pedro J. es destituido por un dedo en la sombra del poder político, y El Mundo puesto a la venta por su actual propietario.
Otro ejemplo puede verse con la creación –ya en 2005, bajo un gobierno nacional-socialista- del Consejo del Audiovisual de Cataluña, un órgano administrativo –subráyese este calificativo, por la relevancia jurídica que tiene el pertenecer a la Administración y no al poder Judicial- que puede prohibir a los medios de calificación catalanes –nuevamente, nótese este adjetivo, por la extensión ultra vires de sus potestades que ha venido haciendo este órgano desde entonces- emitir opiniones contrarias a la posición oficial del Gobierno secesionista de Artur Mas. Desde aquí, en los últimos meses, no se ha dudado en imponer sanciones a periodistas nacionales e, incluso, como es el caso de Inés Arrimadas, de representantes de los catalanes en su Parlamento Autonómico por oponerse frontal y públicamente a la conculcación del régimen constitucional en esa Comunidad Autónoma.
Sinceramente, creo en España. Creo y quiero que mi país sea verdaderamente una nación de ciudadanos libres e iguales ante la Ley, donde cada quien pueda realizar su vida del modo más acorde con su concepción de la felicidad. Sin embargo, esto, a día de hoy es imposible: mientras no se deje de intervenir por el poder público la libertad de prensa, mientras no se deje de remover a todo aquél que es crítico con la acción que llevan a cabo nuestros representantes –tengo la sensación de que a menudo, y cada vez más, se les olvida que son, precisamente, eso- en las instituciones del Estado, y mientras no se conceda libertad completa para que el mercado de la comunicación funcione según los intereses de los demandantes de información –los ciudadanos- y no del de los burócratas instalados en sus poltronas, España no será un país libre. En otras palabras, mientras los políticos de todo signo nos secuestren la información, nos impidan saber lo que hacen y lo que no hacen y manipulen a la sociedad, estará garantizado el camino de España al abismo al final del cual concluye el Estado de Derecho.
Por Carlos Lora
Estudiante de las Licenciaturas de Derecho y ADE en la Universidad de Valladolid (UVA).
Delegado de Alumnos en la Facultad de Derecho de la UVA, Vicepresidente de la Asociación para la Promoción del Derecho Internacional (PRODEI) y de la Asociación para el Impulso de Proyectos Empresariales (ASIPE).