Por Carlos Lora
Desde que tengo juicio político, asentado sobre unos criterios razonablemente sensatos que, como es lógico, se han ido forjando a medida que he ido creciendo como persona y, sobre todo, a medida que he ido leyendo todo lo que ha llegado a mis manos y he aprendido a extractar y a hacer crítica constructiva de ello, nunca había pasado por una situación como la que, fundamentalmente en los dos o tres últimos años, he atravesado.
Resulta que vivimos en una crisis que, además de eminentemente económica, medularmente política y con terribles consecuencias sociales, supone, sobre todo, un quebrantamiento del ordenamiento jurídico y del Estado de Derecho configurado por la Constitución de 1978. Los distintos Gobiernos que, en la última década, se han sucedido, entre los que parece existir más una continuidad en su actuación que una diferencia que, en principio, debería obedecer a la distinta ideología y, en consecuencia, concepción de la acción política que tienen unos partidos respecto de otros.
En la España de nuestros días, no existe una efectiva separación de poderes. Además de la atenuación de la distinción entre Ejecutivo y Legislativo propia de un sistema parlamentario, en que el Presidente del Gobierno no es elegido directamente por los ciudadanos sino por sus “colegas” de escaño en la Cámara Baja, se ha producido una fagocitación del primero, en especial del poder judicial: el reparto de puestos en el Consejo General del Poder Judicial –que es quien, no olvidemos, gobierna la Justica- entre los principales partidos de nuestro país, en contra, en mi opinión, de lo señalado en el art. 122.3 CE o, en el mismo sentido, del Tribunal Constitucional, quien debería ser el encargado de velar porque la Constitución y el ordenamiento jurídico que esta configura no pueda ser contrariado por las disposiciones que se dictan, cosa que tampoco está ocurriendo.
También hay un problema muy importante en lo que se refiere al modelo de organización territorial: la falta de concreción que, en el intento fallido que a mi juicio supone el Título VIII de la misma Constitución, se contiene en ella ha llevado a fórmulas de autonomía política en todas las regiones de España que, sin ningún lugar a dudas, han supuesto la triplicación del volumen de la Administración Pública en nuestro país, aumentando, en consecuencia, considerablemente el gasto público, y detrayendo, en consecuencia, más recursos de la actividad económica particular que, recordemos, es la auténticamente creadora de riqueza en una nación. Por descontado, hay que resaltar el problema que esto ha supuesto en el avivamiento de las anacrónicas ideas nacionalistas que en algunas regiones –como Cataluña o Vascongadas, pero también en Galicia- se ha visto intensificado y llevados a extremos que rayan lo anticonstitucional.
En ese mismo sentido, el hecho de que en España estemos en niveles impositivos próximos a los umbrales de la confiscatoriedad –alentados paradójicamente por un Gobierno que, en campaña electoral, se decía liberal- no contribuye a la solución de nuestros males. La injerencia de que es paradigma el aumento ilimitado de la carga fiscal de los españoles en la libertad por parte del Estado, fiel reflejo de una obsesión que hoy ya está generalizada en los partidos de controlar con mano férrea todos los aspectos de la vida de los ciudadanos, ha implicado un desentendimiento de la gente por las cuestiones que atañen a la vida pública, bajo la creencia y la asunción de que es mejor que el Estado lo pueda dar todo, sin ponderar a la vez todo lo que está quitando en materia de libertad.
Muchos más factores podríamos seguir enumerando en este sentido: una legislación educativa de marcado carácter ideológico, gobierne quien gobierne, que no permite el libre desarrollo de la personalidad ni garantiza la libre elección de las familias sino –antes al contrario- sólo busca el control de las mentes desde los inicios; una sustracción al control social de materias tan importantes como las pensiones o la cultura, imponiendo coactivamente sistemas poco eficientes y no permitiendo que sean los ciudadanos quienes libremente elijan; la relativización del derecho a la vida que todas las personas, por el sólo hecho de serlo, poseen, permitiendo, legalizando, amparando y defendiendo su conculcación; y cualesquiera otras desgracias que el lector tenga en mente en este momento son fiel reflejo de la situación por la que atraviesa España.
En este contexto, los operadores políticos no han sabido o no han querido responder a los males que se han instalado, sin intención alguna de marcharse, en nuestro país. Primero, el partido socialista, tras tomar el poder en el año 2004, en una situación de convulsión nacional originada por los atentados del 11-M, creó una legislación que daba un giro copernicano a la situación auspiciada por el Gobierno anterior en materia económica a la par que promulgaba leyes de fuerte contenido ideológico y que –como todas las que tienen este tipo de disposiciones- no tenían otro fin que el implementar un control sobre la sociedad, relativizando todo aquello que pudiera ser óbice a ello –verbi gratia, la vida o la libertad-.
Con el abandono del Partido Popular, tras el Congreso de Valencia de 2008, de su tradición liberal-conservadora, y el comienzo de la era relativista del mismo, que dura hasta nuestros días, la situación no hizo más que empeorar, causando un grave desconcierto político en el personal. Nuevas opciones electorales, como fue el caso de Ciudadanos, primero, y UPyD, después, parecían introducir ciertos elementos de juicio en algunos temas relevantes para la política nacional, como en materia de defensa de la unidad de España o la lucha contra el terrorismo sin cesiones ni chantajes, sin abandonar en otros puntos las posiciones indefinidas, sin valores absolutos que sirvieran de referente, de que ya adolecían los otros grandes partidos.
Y parecía que había llegado el fin. Parecía que nadie iba a poner sensatez en España, más allá de esas pequeñas voces que en Ciudadanos y UPyD se oían cuando los grandes medios de comunicación les dejaban. Parecía que nadie iba a respetar la propiedad y la libertad de los españoles, que iba a seguir la bola de nieve fiscal que el Ministro Montoro había creado, traicionando al electorado que tan sólo unos meses atrás le había otorgado mayoritariamente su confianza para sacar a España de la situación en la que se encontraba. Parecía, en definitiva, que cualquier día la Península Ibérica se iba a abrir por la mitad y se iba a tragar a España o, al menos, a la España que recordábamos.
Y entonces llegó VOX. Un catorce de enero de 2014, saltó la noticia: “Nace Vox, el partido de Ortega Lara y Santiago Abascal”, pero que ya se ha comprobado que es mucho más que eso. Ortega Lara, ese funcionario de prisiones a quien la ETA tuvo secuestrado durante la friolera de 532 días y que al salir vivo de aquello sólo llegó a decir: “estoy orgulloso de pertenecer a un partido que no ha negociado mi liberación”, y que ha tenido que ver con espanto cómo ese mismo partido liberaba, hace quince meses, a su torturador con la excusa de que “iba a morir en quince días”.
Santiago Abascal, a quien habíamos tenido apenas un mes antes en la Facultad hablando sobre la regeneración de España, quien había renunciado a militar en el partido en el que siempre había militado su familia, por tres generaciones víctima de ETA, porque ya no se podía ver reflejado en lo que el Gobierno hacía y decía. Símbolos, ambos, nacionales, de la resistencia, de la lucha en defensa de España y de la Constitución, de la derrota del terrorismo sólo con la Ley, pero con toda la Ley, de la libertad individual; símbolos, en definitiva, con los que nos identificábamos quienes habíamos quedado huérfanos ya unos cuantos meses atrás.
La presentación del día dieciséis resultó vibrante: José Luis González de Quirós, Ignacio Camuñas (ex Ministro de Adolfo Suárez), Santiago Abascal, Ortega Lara y Cristina Seguí nos propusieron a los españoles otra forma de hacer las cosas. Un partido donde todo se elige mediante el voto, sin avales ni cortapisas de ningún tipo; que defiende el derecho a la vida como bien supremo; que defiende la libertad individual como barrera infranqueable por la acción política; que defiende y quiere a España, a su unidad y a su prosperidad, y que propone acabar con las mamandurrias que han corrompido nuestra nación.
Cosas estas que, tras leerlas en el manifiesto fundacional del recién nacido partido, no consiguieron sino devolverme la ilusión por España, la fe en la política y la confianza en que podemos lograr que nuestro país vuelva ser esa nación de ciudadanos libres e iguales con la que muchos, con la que millones soñamos. Cosas que no hacían sino dar respuesta a la mayor parte de los males señalados arriba.
Nacía un partido que, sin miedo a nada ni a nadie, se manifiesta harto del mangoneo político en los poderes del Estado, exigiendo una separación real y efectiva de los mismos. Un partido que tiene una posición definida en cuanto a la organización política de España, abogando por una centralización del poder político y una descentralización administrativa de base provincial. Un partido que cree en la libertad individual tanta económica, promoviendo una bajada considerable de los impuestos y una legislación marco que permite el desarrollo libre de relaciones privadas, como personal, defendiendo la supresión de toda la legislación ideológica vigente hoy en España. Un partido para que las personas son lo primero, y son ellas las que tienen que decidir qué futuro quieren; un partido para el que la educación se potencia mediante la competencia entre centros y la libre elección de los padres, y no mediante la imposición coactiva de malos planes de estudios; y un partido para quien la vida de todos los seres humanos, cualquiera que sea su sexo, raza, pensamiento o estado de constitución, vale lo mismo. Un partido que, en definitiva, va a devolver la ilusión a muchos ciudadanos en la realización de su derecho a ser felices.
Gracias, amigos, gracias. Gracias, gracias y mil veces gracias. Gracias por hacernos ver a los españoles que las cosas no tienen por qué ser siempre como son, por hacernos darnos cuenta de que no siempre tienen que ganar los malos. Gracias por decirnos alto y claro que, aunque todo apunte en sentido contrario, somos libres, tenemos derecho a disfrutar de nuestra libertad, a vivir como queramos y a ser felices del modo que cada uno escojamos.
Gracias por hacer que la causa de la derrota del terrorismo y la victoria del Estado de Derecho, la victoria de la libertad frente a la coacción y la defensa de la vida y la dignidad de todas las personas, vivas, muertas y aún por nacer, vuelvan a ser motivos por los que merece la pena luchar. Gracias por no dejarnos renunciar a luchar por aquello en lo que creemos, por hacernos ver que España, a pesar de estar en una situación desesperada, no está en su final: gracias por mostrarnos que todavía hay futuro para nuestra nación. Gracias, en fin, por hacer que aquella frase que cinco siglos atrás escribiera el gran maestro de la literatura española en su obra cumbre vuelva estar, en VOX, más viva que nunca: “la libertad, amigo Sancho, es el mayor don que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden compararse los tesoros que encierran la tierra y el mar. Por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida”.
Por Carlos Lora
Estudiante de las Licenciaturas de Derecho y ADE en la Universidad de Valladolid (UVA).
Delegado de Alumnos en la Facultad de Derecho de la UVA, Vicepresidente de la Asociación para la Promoción del Derecho Internacional (PRODEI) y de la Asociación para el Impulso de Proyectos Empresariales (ASIPE).