Por Carlos Lora
Este mes tenía preparado para publicar en EL JURISTA un artículo que versaba sobre la navidad que se celebra en la realidad y lo que la Navidad es de verdad. Sin embargo, la actualidad manda, y la aprobación por el Consejo de Ministros el pasado día 20 del anteproyecto de Ley del Aborto –desconozco si ésta va a ser la denominación oficial, o se va a seguir empleando el zapaterista eufemismo de “Interrupción Voluntaria del Embarazo y Salud Reproductiva”- obliga a dar un giro al enfoque que ese artículo daba al tema, si bien creo que es un asunto que me permite seguir tratando, en el fondo, la Navidad con mayúscula, la llegada del Amor a los corazones de los hombres.
En el año 2009, la ex Ministra de Igualdad Bibiana Aído promovió, y el Congreso de los Diputados aprobó, una legislación sobre el aborto radicalmente contraria al derecho a la vida, según la cual se podría acabar con la vida del niño en formación hasta la decimocuarta semana sin invocar causa justificativa alguna, de manera que la decisión sobre si la criatura finalmente se convertiría en un médico, abogado, profesor, ingeniero, arquitecto, electricista, político, escritor, fontanero o en aquellos a lo que su vocación le condujese se tomaría sobre criterios completamente arbitrarios de la madres, habitualmente desinformadas de las consecuencias físicas y psicológicas del aborto y de las posibilidades que tendría la madre si, finalmente, tuviera al niño. Además, se permitía igualmente en la citada Ley que, en unos supuestos concretos, el aborto fuera igualmente libre hasta las veintidós semanas de vida –esto es, hasta la mitad del sexto mes de gestación, cuando casos habituales en la naturaleza han demostrado que embriones que son alumbrados en esta fase salen perfectamente adelante-, del cual el paradigma era la de anomalías en el mismo que hacía que, por ejemplo, niños a los que se les “diagnosticaba” Síndrome de Down antes de esta vigesimosegunda semana murieran sin solución de continuidad. Por último, la Ley Aído llevaba al absurdo, también, de que una niña de 16 años, si quería ir al museo de excursión con su colegio necesitaba la autorización de sus padres, pero si deseaba acabar con la vida de su hijo tenía “madurez” suficiente para tomar por sí misma esa decisión, lo cual además ponía en duda la eficacia real de los arts. 12 CE y 315 CC que establecen la mayoría de edad para todos los españoles en los dieciocho años, momento en el cual, salvo excepciones referidas a la gestión y administración de los propios bienes e intereses, se adquiere auténtica capacidad de obrar en Derecho.
Dejando aparte el hecho de que la referida Ley del Aborto no fue aprobada con todo el consenso social deseable que una Ley de este tipo requiere, la regulación que albergaba era, como ya he apuntado, contraria al contenido esencial del derecho a la vida recogido en el art. 15 CE, por varias razones. En primer lugar, no es casualidad que el constituyente colocara el derecho a la vida –acompañado a renglón seguido del derecho a la integridad física y moral- en un primer puesto en el catálogo de derechos fundamentales que nuestra Carta Magna incluye. Es más, el derecho a la vida no puede ir colocado en otro sitio, pues es condictio sine qua non para, tan siquiera, adquirir la titularidad del resto de derechos; en otras palabras, quien es titular del derecho a la vida puede no ser, por las razones jurídico-políticas del momento y del lugar, titular del derecho a la libertad de conciencia, de movimiento, del derecho al honor… pero el silogismo contrario no puede darse: quien no es titular del derecho a la vida no puede ser titular de ningún otro derecho.
Entendiendo, entonces, la superior importancia que el derecho a la vida, primera y principal manifestación jurídico-subjetiva del valor absoluto del respeto a la dignidad humana de todas las personas contenido en el art. 10 CE, tiene en cualquier tiempo y lugar no resulta admisible que una persona pueda disponer, violando así las mismas leyes naturales, de la vida de otra, decidiendo cuando esta debe terminar o, incluso, como es el caso, impidiendo tan siquiera que apenas comience. Condicionar así a criterios arbitrarios que alguien llegue, finalmente, a ser titular de la vida, es tanto como dar a unos hombres el poder para disponer de otros, cosa que sería equiparable a otros atentados contra la dignidad humana que históricamente se han producido, como puede ser la esclavitud (donde unos hombres cosificaban a otros para mercadear con ellos) o los crímenes de los regímenes totalitarios del siglo XX (sólo de pensar alguna de las atrocidades que en ellos se cometían para enumerarlos me encoge el estómago).
En este sentido, la protección del derecho a la vida es una obligación natural de todo ser humano. Ahora bien, y siguiendo la argumentación jurídica que me propongo desarrollar, es cierto que pueden existir casos (y es esencial remarcar esta palabra, por lo que a continuación señalaré) en los que dos bienes jurídicos que el ordenamiento tutela entren en conflicto. En nuestro caso, los bienes jurídicos que aquí entrarían en conflicto serían, la vida del niño, por un lado, y la vida de la madre, por el otro. No obstante, este conflicto únicamente debe ser atendido cuando la prevalencia de uno de ellos, con una mayor o menor fuerza, implique en todo caso la desaparición del otro, y no en aquellos casos en los que la afirmación de un bien minore la intensidad del otro. Dicho en lenguaje llano, el único caso en que el legislador puede entrar a conocer del conflicto cuya manifestación es el aborto es aquél en el que la afirmación de la vida del niño excluye en todo punto la vida de la madre, y viceversa. De este modo, una Ley como la que propuso el gobierno socialista en 2009, que no se dedicaba a resolver un conflicto de bienes sino a suprimir el derecho de otro arbitrariamente, no es tolerable en nuestro sistema de derechos fundamentales.
Así las cosas, la reforma que hoy ha propuesto el Ministro Gallardón supone, sin ningún lugar a dudas, un importante avance en la dirección indicada. Desde luego, acaba con la arbitrariedad que informaba la disposición de la vida del niño por parte de la madre en la legislación anterior, dirigiendo la nueva Ley a regular lo que él entiende que son conflictos entre bienes jurídicos susceptibles de tutela por el ordenamiento, concretados en dos puntos, a saber: a) el riesgo para la salud física o psicológica de la madre; b) cuando el niño haya sido fruto de un hecho constitutivo de un delito contra la libertad sexual de la mujer (casos de violación, normalmente); y c) cuando el feto sufra una anomalía incompatible con la vida.
Y es en la concreción de los conflictos que regula la Ley en lo que, precisamente, ésta yerra y continúa violando el contenido esencial del derecho a la vida. Como ya he explicado antes, toda regulación sobre el aborto tiene que ir dirigida a resolver el conflicto por el cual la afirmación de la vida del niño niega absolutamente el de la madre, o viceversa. De este modo, los dos supuestos que la nueva Ley va a incluir como susceptibles de provocar un aborto conjuntamente considerados exceden la finalidad de la propia norma.
En lo que al primero de los supuestos de la Ley Gallardón se refiere, es una categoría amplia dentro de la cual se podría enmarcar el conflicto que, en su caso, justificaría la regulación del aborto en un determinado ordenamiento jurídico. Así, cuando la afirmación de la vida del niño suponga la negación de la vida de la madre, se estará obviamente dañando la salud de ésta. Sin embargo, no ocurre lo mismo al revés: no siempre que la salud de la madre resulta dañada se está acabando con su vida. No olvidemos, además, que una mujer que se plantea abortar nunca lo hace por placer ni por gusto: el aborto siempre es un drama. Estar en una tesitura o en una situación que conduzca a una mujer a un aborto siempre va a implicar una situación de daño psicológico o moral de la madre, pero precisamente por eso no se puede permitir que la decisión de poner fin a la vida del niño, en la creencia que eso será lo que la saque de la situación en que se encuentra, se fundamente exclusivamente en la misma. Es más, de permitirse esto, no haría falta ningún supuesto más, pues todos quedarían comprendidos en ella: si una mujer siempre se enfrenta a un drama para abortar, y el supuesto fáctico de la norma es que exista efectivamente ese drama, el cien por cien de las situaciones que se den en la realidad serán subsumibles en él. Así pues, la norma debería dirigirse a los casos en que lo dañado sea la vida de la madre, no únicamente su salud.
Respecto al segundo de los supuestos de la nueva Ley del Aborto, la argumentación es mucho más clara y sencilla: los bienes jurídicos en juego aquí no son la vida de la madre y del niño, sino el bien “vida del niño” y el bien “libertad e indemnidad sexual de la mujer”. Además, no existe una relación de causalidad entre ambos como la que puede estar presente en el caso anterior: el daño que sufre la libertad e indemnidad sexuales de la madre es anterior e independiente a la existencia o no del niño. De hecho, el Derecho Penal ya tutela el daño de esos bienes, de modo que quien lo ocasiona es quien paga por ello, tanto siendo privado de libertad como, en su caso, haciendo frente a las indemnizaciones por responsabilidad civil que se deriven. Además, tampoco ocurre que negando el bien vida del niño se evite el daño en la libertad e indemnidad sexuales de la mujer (porque éste, en cuanto causa precisamente de la formación del feto, ya se ha producido) por un lado, ni que acabando con ese bien jurídico “vida del niño” se vaya a restaurar a la mujer la situación inmediatamente anterior en que su libertad e indemnidad sexuales no habían sufrido daño, porque eso es imposible. En otras palabras, de acuerdo a la función tuitiva que el ordenamiento tiene respecto de la vida de las personas, permitir el aborto en los casos de violación no sólo no evita un conflicto entre bienes jurídicos que no existe, sino que sólo se logra arrebatar el derecho a la vida a quien no tiene culpa alguna del daño en la mujer.
En tercer lugar, la Ley permite el aborto en caso de anomalías del feto incompatibles con la vida. Este supuesto, que a primera vista puede parecer correcto, pues conduce, por un camino o por otro, al fin de la vida del niño, adolece de un riesgo: el diagnóstico estará siempre hecho por otro humano que, como tal, y por supuesto sin intención en este sentido alguna, puede errar en el mismo. Es decir, es posible que se presente la situación en la que la presunta anomalía no sea y tal y resulte que, en realidad, el feto es perfectamente viable. Es más: en no pocas ocasiones hemos tenido conocimiento de casos de este tipo. Por ello, quizá sea más inteligente dejar que sean las leyes naturales las que hagan su trabajo, y que empleemos todas nuestras fuerzas técnicas y legislativas para tratar de que tanto el niño como la madre puedan, finalmente, vivir.
La Ley del Aborto propuesta, entonces, es un paso muy importante en la tutela de la vida, sí, pero no puede ser el final del camino. Esta reforma legislativa debe de ir, sin ningún lugar a dudas, acompañada de unas adecuadas pedagogía y difusión tanto de la esencia y finalidad de cualquier Ley del Aborto que se plantee, como de las medidas menos gravosas de protección de los bienes jurídicos implicados. No en vano, bajo la vigencia de la Ley Aído a una media de trescientos niños se les privaba del derecho a la vida.
En una ocasión, oí a una querida profesora mía definir muy bellamente la venida de una criatura al mundo, al afirmar que “cada vez que nace un niño es Navidad”. Ojalá los españoles entendamos la gravedad que un aborto supone, sepamos capaces de afrontarlo seriamente, sin circos mediáticos, fundamentalismos ni como medio para conseguir fines distintos que la protección de todos los seres humanos, y conduzcamos a la sociedad a una transición desde los actuales trescientos inocentes muertos al día hacia trescientas Navidades más que celebrar en nuestro país. Que en el próximo 2014 logremos que la vida de una persona sea para el resto de los hombres siempre y ante todo, lo primero que proteger y defender. ¡Feliz Navidad a todos!
Carlos Lora
Estudiante de las Licenciaturas de Derecho y ADE en la Universidad de Valladolid (UVA).
Delegado de Alumnos en la Facultad de Derecho de la UVA, Vicepresidente de la Asociación para la Promoción del Derecho Internacional (PRODEI) y de la Asociación para el Impulso de Proyectos Empresariales (ASIPE).