Sobre el derecho a decidir

Por Roger Perelló.

Los derechos inalienables del hombre, amparados en la teoría por la Constitución, se han devaluado con el tiempo, y parecen una reliquia del pasado que se va quedando, poco a poco, obsoleta, desapareciendo de la vida social para confinarse en los libros y los tribunales. Estos derechos, sin embargo, bien tienen una larga historia. A grandes rasgos, comenzaron a tomar forma lícita, escrita, en el mundo occidental, con siglos de cristianismo y vasallaje abrumador, para materializarse mucho después en la Bill of Rights con la revolución inglesa, completándose tras el régimen jacobino francés, inspirando luego a los grandes socialistas de la Primera Internacional durante la revolución industrial, y sentando la base de la Declaración de Independencia americana. La Declaración Universal de Derechos Humanos es la fuente escrita más cercana que los enumera al detalle. Dicho esto a modo de prefacio, he aquí la deducción: en el momento en que un partido o una liga, apelando al nacionalismo o a cualquier fin político, anuncia un nuevo derecho (en este caso, el de decidir o el de autodeterminación), de forma espontánea, cuya finalidad es satisfacer un interés localizado, falla en su propósito por diversas razones.

En primer lugar, porque convierte en universal un derecho que concierne a un grupo con un objetivo determinado, pervirtiendo y rebajando la autoridad de los demás derechos.

En segundo lugar porque, como afirmaba Platón y reafirmó el positivismo comtiano con el contrato social, la forma inferior de gobierno es la dictadura del proletariado. El comunismo se fulminó a sí mismo al poco de aparecer, cuando el propio pueblo se manifestó en contra del partido comunista, y acabó en masacre. El poder de gobernar se desprende de la comunidad, sí, y ésta elige a sus gobernantes, pero son los que están específicamente dedicados a ello los que se deben encargar de legislar y ejecutar las leyes. Lo contrario sería como ordenarle a un especialista constructor de puentes que se hiciera a un lado, porque existe el derecho a decidir y, no el puente, sino el potencial de diseñarlo, corresponde a todos. El puente se derrumba. La política es un tema muy complejo, y requiere estar preparado.

En tercer lugar, porque no es competencia de un partido político crear derechos en función de los deseos, ni de un sector del pueblo, bajo ninguna circunstancia. ¿Qué le impediría, si se diera el caso, inventarse o cancelar otros según convenga? ¿Acaso no va eso en contra de la propia definición de derecho? Una cúpula política con tal poder podría disponer de sus ciudadanos a placer; comerse el artículo 2 de la Declaración y multar a los negocios encabezados en un idioma distinto, o no atender a los tribunales. Tales gestos son antitéticos con un estado de derecho, y es que solo en el caso de un gobierno absolutista los derechos se suprimen, porque no hacen ninguna falta. Los intereses de todos los habitantes coinciden de corazón. Los demás son penados o corren hacia el país vecino.

En el fondo, un estado democrático es el afianzamiento de un contrato moral en forma de institución. Por lo tanto, no debería regirse por intereses, aunque eso sea justo lo que se desprende; prueba de cuán descompuesto está el sistema. Nada tienen que ver los provechos o beneficios de los ciudadanos con sus derechos y obligaciones. Así, solo la administración de un estado totalitario se inmiscuiría en los apetitos de la gente porque, siendo estos subjetivos, no son compartidos por el conjunto de la población. Esto explica que las dictaduras suelan partir de una guerra civil o un exterminio de masas, o de una escisión estatal. La premisa es: si no podemos satisfacerte, no podemos tenerte.  Por eso, intereses y derechos son siempre contradictorios; mientras estos segundos encuentran su refugio en la ley escrita, germen de la tradición, de siglos de ensayo-error amortizados con sangre, los primeros pueden surgir de los deseos y apetencias individuales o de colectivos que, en todo caso, no suelen representar a todo el estado, pero que son una herramienta cómoda para seducir la vox populi a través de la fogosidad de los medios. De ahí surge el contrato moral, el estado; para que el hombre no sea el lobo para el hombre cuando los deseos pesen más que los derechos. Pero esta proposición se difumina cuando la exaltación se convierte en salvoconducto de impunidad moral, y la ley recibe un balazo en la sien. Y cuando eso ocurre, aparecen partidos que sustentan el entusiasmo, casi romántico, que emana de esta apetencia voraz. Sin embargo, sus éxitos, como los de cualquier empresa que emplea esta estrategia, suelen ser efímeros, porque nacieron de los antojos (intereses) de sus votantes, no por sus derechos, apelando al instinto y no a la razón, improvisando la ley según la circunstancia y obviando la palabra escrita, y están ligados a estos deseos hasta que desaparezcan y surjan otros, porque los apetitos son, además de espontáneos, volátiles per se.