Vivimos en un mundo globalizado y esto implica innumerables connotaciones positivas y negativas a nivel comercial y jurídico. Uno de estos aspectos es la existencia de un intercambio continuo entre estados de bienes, servicios y personas. En el marco de la Unión Europea cabe recordar que estos elementos se pueden trasladar de un estado a otro con total libertad, como si estuvieran circulando en las fronteras interiores de un estado miembro. Esta eliminación de las fronteras en materia de bienes, servicios y personas es fruto de una estrategia política encaminada a potenciar el libre comercio y la libre circulación entre los países miembros.
Esta libre circulación de mercancías, piedra angular de la política comunitaria, se gestó en 1957 con la signatura del Tratado de Roma, desde la llamada Comunidad Económica Europea. Pero no fue hasta la signatura del Acta Única Europea, en 1986, que surgió una idea de mercado común y se puso en práctica. El Acta Única Europea buscaba más integración y colaboración entre estados y finalmente lo consiguió.
En 1993 se eliminaron los aranceles aduaneros para potenciar las exportaciones e importaciones dentro del territorio de la UE. En este sentido, también se adopta un arancel aduanero común y una política comercial común para relacionarse con terceros estados. Este paso es fundamental ya que se eliminan todas las trabas burocráticas y jurídicas internas de cada estado haciendo responsable a la Comisión Europea de las decisiones relativas al mercado común, gestionado ya como un mercado interno, como un totum.
Como norma fundamental que protege este mercado común, aun siendo una de las libertades garantizadas en el TFUE (art. 26.2, concretamente), observamos el derecho a la libre circulación de mercancías. Este derecho implica que un producto que ha sido fabricado de acuerdo con la normativa comunitaria en un estado miembro de la Unión para ser distribuido y comercializado sin impedimento alguno a cualquier otro estado, diferente del de origen. Este principio tiene consecuencias positivas tanto para los consumidores activos de la unión (los ciudadanos) como para las empresas. Para unos, implica un aumento y diversificación de la oferta de un producto determinado y para los otros implica la facilidad de introducirse y mantenerse en un mercado con unas normas comunes para un territorio extenso y un mercado importante.
En relación con lo mencionado anteriormente, de los textos normativos comunitarios se desprende el principio de reconocimiento mutuo, según el cual un producto legalmente fabricado en un estado miembro de la UE puede ser introducido y comercializado en otros estados miembros. La misma Unión Europea se fundamenta sobre el libre tránsito de mercancías, por lo que no es necesario que el producto tenga que ir ajustándose a las diferentes leyes nacionales de los países europeos donde haya de ser distribuido.
Por otro lado, la libre circulación de productos no implica una merma en la calidad o perder el rastro a un producto que ha sido fabricado en el sí de la Unión. La fabricación de un producto en un estado miembro de la Unión Europea ha de ajustarse a la normativa del Estado donde se ha fabricado, independientemente de que este producto sea distribuido o vendido en otros estados con posterioridad. Concretamente, el fabricante que quiera distribuir o vender sus productos en diferentes países tendrá que llevar a cabo un proceso de verificación para certificar que su producto se ha fabricado de acuerdo con los estándares que comentaba con anterioridad para la propia salud y seguridad de los ciudadanos de la Unión.
Aunque las ventajas de que un fabricante dirija sus productos a la UE son cuantiosas, la doctrina[1] a menudo ha criticado el marcado carácter tradicional de la excesiva protección a los consumidores del Reglamento Bruselas I, así como del Reglamento Roma I. Ambos cuerpos legales presentan una amplia y solvente protección de los consumidores, pero no del empresario o comerciante, al que le interesan unas condiciones de contratación que le sean favorables.
Por lo tanto, una vez llevadas a cabo las últimas elecciones en el Parlamento Europeo habrá que ver cómo se afrontan los nuevos retos en el ámbito mercantil si bien parece que en materia de consumidores ya existe una extensa regulación y es un ámbito bastante acotado, sería necesario facilitar y agilizar los trámites para que tanto el pequeño comerciante como el inversor extranjero que se quiere introducir en el mercado europeo tuvieran más facilidades amén de la apertura de países históricamente euroescépticos, como pueden ser Inglaterra y, más recientemente, los países escandinavos.
[1] ORTIZ VIDAL, María Dolores. Distribución y venta en España de productos fabricados en el extranjero. Cuestiones de Derecho Internacional Privado. Revista de Estudios internacionales, setiembre 2013.