Las participaciones preferentes, de las que tanto se habla, son instrumentos financieros, emisiones de deuda sin un plazo definido. No se trata de acciones ordinarias, pues no tienen derecho de voto aunque sí tienen prioridad de cobro sobre los accionistas. Tampoco son depósito con una rentabilidad fija, algo que pensaron muchos clientes al invertir en ellas y, la retribución pactada como pago de intereses se condiciona a la obtención de beneficios por parte de la sociedad emisora.
La rentabilidad anual que se ofrece al cliente se debe fijar en la propia emisión y se realiza mediante el pago de intereses periódicos. Esta rentabilidad acostumbró a ser bastante elevada en los años de bonanza económica dado que se trata de productos financieros que presentan liquidez casi nula y pueden mantenerse en cartera de manera indefinida consiguiéndose por tanto rentabilidades muy superiores a los títulos normales de renta fija.
Sin embargo, las participaciones preferentes comportan la posibilidad de suspensión de pago de los intereses para el caso de que se den determinadas condiciones adversas para el emisor, como puede ser incurrir en pérdidas o afrontar nuevas inversiones que aconsejen no pagar intereses, por tanto, su remuneración está condicionada a que la entidad emisora de las participaciones obtenga beneficios suficientes.
Además, en caso de quiebra del banco, no están garantizadas por el Fondo de Garantía de Depósitos, el cual cubre hasta 100.000 euros de los depósitos en dinero y en valores u otros instrumentos financieros constituidos en las entidades de crédito. La propia Comisión Nacional del Mercado de Valores las ha calificado como un instrumento complejo y de riesgo elevado que puede generar rentabilidad, pero también pérdidas en el capital invertido.
Junto con la posibilidad de acudir al arbitraje, los afectados por lo que se ha venido en denominar “la estafa de las preferentes” cuentan con la posibilidad de que un juez declare la nulidad del contrato en aquellos casos en que el consumidor, particular o empresa, hubiera prestado su consentimiento sin recibir toda la información necesaria.
Tanto en las preferentes como en otros polémicos productos financieros –swaps, por ejemplo- los jueces han partido de la base de considerar que nos encontramos ante productos complejos y, por ende, no aptos para cualquier inversor, lo que obliga a la entidad que los comercialice a extremar el cuidado en relación a su obligación de informar al consumidor.
Las estrategias de los afectados, al margen de acudir al arbitraje, pasan por solicitar al juez la nulidad del contrato por vicio del consentimiento, con la devolución en efectivo del dinero entregado y, subsidiariamente, en solicitar la resolución del contrato por incumplimiento, con solicitud de daños y perjuicios.
En este sentido, muchas son las sentencias recientes que han analizado el modo en que se ha producido la contratación de las preferentes por parte de las entidades. A modo de ejemplo, la dictada en fecha 10 de julio de 2012 por el Juzgado de Primera Instancia de Cambados, que pasa por ser la primera en la materia y que ya fijó que la contratación de este tipo de producto es nula si no se informó suficientemente al cliente sobre el riesgo financiero asumido. Concretamente en dicha resolución se señaló ya la importancia de que la afectada no contase con conocimientos profundos de los mercados financieros y, además, se le hubiese ofrecido el contrato como “de un depósito de alta rentabilidad, que le permitía disponer de su dinero en todo momento y en el que no existían riesgos”, lo que evidentemente, fue contradicho posteriormente cuando la afectada acudió a retirar su dinero, momento en que fue informada de que, debido a la situación del mercado, sus participaciones no podían amortizarse en ese momento.
En idéntico sentido, se pronunció también la Audiencia Provincial de Zaragoza, en sentencia de 17 de abril de 2012, en la que además, siendo los afectados dos jubilados con escasa formación académica, se tuvo por acreditado que el producto no se adaptaba al perfil de los mismos, claramente conservador.
Por tanto, la jurisprudencia, además de exigir una información completa y precisa, tiene en cuenta el perfil del inversor concreto y el uso de productos financieros que el inversor hubiera hecho en el pasado, dado que determinados productos, como por ejemplo los depósitos a plazo fijo, no se consideran productos complejos ni su contratación supone que se haya entendido el funcionamiento de un producto complejo y de riesgo como son las preferentes.
En cuanto a la carga de la prueba en relación a estos extremos, la jurisprudencia acoge ampliamente que la misma debe pesar sobre la entidad. Así, una sentencia de la Audiencia Provincial de Baleares, Sección 5ª, de 2 de septiembre de 2011, establece literalmente que “en relación con el onus probandi del correcto asesoramiento e información en el mercado de productos financieros, la carga probatoria acerca de tal extremo debe pesar sobre el profesional financiero”. O, la Sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia, de 26 de abril de 2006 que señaló que esta inversión de la carga resulta “lógica por cuanto, desde la perspectiva de los clientes, se trataría de probar un hecho negativo, como es la ausencia de información”.
El Pleno de la Sala Primera del Tribunal Supremo, siguiendo la anterior línea jurisprudencial, en sentencia de fecha 18 de abril de 2013, ha estimado un recurso de casación y ha condenado al BBVA a indemnizar a unos clientes por los daños y perjuicios provocados por la adquisición de participaciones preferentes de Lehman Brothers.
Los hechos objeto de enjuiciamiento parten de la demanda interpuesta por un matrimonio contra el BBVA en reclamación de los perjuicios ocasionados por la actuación negligente del banco al adquirir participaciones preferentes en el marco de un contrato de gestión discrecional de carteras de inversión. Dicha demanda fue estimada en primera instancia al considerar el Juez que hubo un cumplimiento negligente del contrato al adquirirse un producto no ajustado al perfil del cliente. Sin embargo, la Audiencia Provincial de Valencia revocó esta decisión, estimando el recurso del banco, al entender que se había proporcionado la información adecuada para entender el producto adquirido y porque la normativa sectorial no impedía a clientes conservadores solicitar productos de riesgo.
El Tribunal Supremo, por su parte, se ha mostrado conforme en que nos encontramos ante un contrato que tanto por su función económica y su significación jurídica encaja en el esquema contractual del mandato o comisión mercantil, como modelo contractual típico de la gestión de negocios ajenos y que se encuentra caracterizado por la especificidad de su objeto basándose en la confianza del cliente hacia el profesional del mercado de valores al que confiere amplias facultades para realizar, por cuenta del cliente inversor, las operaciones que considere más convenientes para el objetivo perseguido y que no es otro que conseguir una mayor rentabilidad en la inversión en valores negociables.
Pero además de ello, y considerando la normativa de aplicación a la fecha de celebración del contrato, principalmente la Ley del Mercado de Valores que se ha señalado que las empresas de servicios de inversión, las entidades de crédito y las personas o entidades que actúen en el mercado de valores, tanto recibiendo o ejecutando órdenes como asesorando sobre inversiones en valores, deben comportarse con diligencia y transparencia en interés de sus clientes y en defensa de la integridad del mercado; desarrollar una gestión ordenada y prudente, cuidando de los intereses de los clientes como si fuesen propios y asegurarse de que disponen de toda la información necesaria sobre sus clientes y mantenerlos siempre adecuadamente informados.
El desarrollo de estas previsiones normativas en la Directiva 1993/22/CEE, de 10 de mayo, sobre servicios de inversión en el ámbito de los valores negociables da como resultado la exigencia de un elevado estándar en las obligaciones de actuación de buena fe, prudencia e información por parte de las empresas de servicios de inversión respecto de sus clientes e impone a las empresas que actúan en el mercado de valores, y en concreto a las que prestan servicios de gestión discrecional de carteras de inversión, la obligación de recabar información a sus clientes sobre su situación financiera, experiencia inversora y objetivos de inversión, y la de suministrar con la debida diligencia a los clientes cuyas carteras de inversión gestionan una información clara y transparente, completa, concreta y de fácil comprensión para los mismos de manera que se evite una incorrecta interpretación, haciendo hincapié en los riesgos que cada operación conlleva, muy especialmente en los productos financieros de alto riesgo, de forma que el cliente conozca con precisión los efectos de la operación que contrata.
Así, dichas entidades tienen la obligación de observar criterios de conducta basados en la imparcialidad, la buena fe, la diligencia, el orden y la prudencia cuidando de los intereses de los clientes como si fuesen propios. Por otra parte, la empresa que gestiona la cartera del inversor ha de seguir las instrucciones del cliente en la realización de operaciones de gestión de los valores de la cartera.
Las indicaciones del cliente sobre su perfil de riesgo y sus preferencias de inversión desempeñan una función integradora del contenido del contrato, fundamental en el caso del mandato (artículos 1719 del Código Civil y 254 y 255 del Código de Comercio), por lo que el Tribunal Supremo entiende que resulta fundamental que, al concertar el contrato, las preguntas formuladas al cliente para que defina su perfil de riesgo y los valores de inversión que pueden ser adquiridos sean claras, y que el profesional informe al cliente sobre la exacta significación de los términos de las condiciones generales referidas a dicho extremo y le advierta sobre la existencia de posibles contradicciones que puedan de manifiesto que la información facilitada al cliente no ha sido debidamente comprendida.
Por tanto, se entiende que las entidades no cumplen el estándar de diligencia, buena fe e información completa, clara y precisa que les son exigibles al proponer a sus clientes la adquisición de determinados valores complejos y de alto riesgo, ya que así los define la Comisión Nacional del Mercado de Valores, sin explicarles que los mismos, en determinadas ocasiones, no resultan coherentes con el perfil de riesgo muy bajo de dichos clientes.
Y este incumplimiento, que se considera como grave de los deberes exigibles al profesional que opera en el mercado de valores en su relación con clientes potenciales o actuales, ha venido constituyendo el título jurídico de imputación de la responsabilidad, en palabras textuales del Tribunal Supremo, por los daños sufridos por parte de los clientes como consecuencia de la pérdida casi absoluta de valor de las participaciones preferentes adquiridas.
Debe señalarse, en conclusión, que tras el análisis de las características de contratación en cada supuesto concreto, y siempre que se den las características que se han señalado de falta concreta y clara de información y teniendo en cuenta el perfil del cliente contratante en cada caso, los tribunales se han mostrado mayoritariamente favorables a estimar que la falta grave de los deberes exigibles a la entidad debe conllevar la indemnización del demandante lo que comporta la devolución del dinero entregado por parte del cliente.
Eva Díez López
Doctoranda Violencia de Género. Universitat Autònoma de Bellaterra. Máster Oficial en Estudis de Dones, Gènere i Ciutadania. Universitat de Barcelona. Máster en Derecho de Familia. Universitat de Barcelona. Postgrado en Derecho Civil Catalán. Universitat de Barcelona. Juez Sustituta.